Era tan auténtica la confusión entre El País y el país,
entre el periódico y la base social que sustentó el nuevo marco político e
institucional, que nada ha podido desarbolarla, ni siquiera el último desastre,
que más bien confirma la ecuación a través de la nostalgia en la perfecta
equivalencia que expresaba.
Contemplemos el paisaje. La
crisis ha dejado «las urbanizaciones sin compradores, los aeropuertos sin
aviones, los trenes sin viajeros, los periódicos sin lectores, las ciudades de
la luz, de la imagen, de las artes o de la cultura sin luz, imagen, artes ni
cultura, las autovías sin automóviles, las viviendas sin habitantes, los
hospitales sin médicos, las universidades sin estudiantes y tantos y tantos
etcéteras». Ese «sórdido decorado» ha
quedado habitado sólo por «políticos, intelectuales, artistas, escritores y
periodistas cuyo prestigio nadie había discutido hasta ese día» envejecidos súbitamente
«como les sucedía a quienes abandonaban la mítica Shangri-La en Horizontes perdidos, de Frank Capra», como
le ha sucedido a la misma Constitución, «fané y
descangayada, necesitada de mil y una reformas que, sin embargo, nadie
podía darle por falta de consenso». Mientras, la sociedad se ha evaporado dejando
si acaso unas gotitas de la condensación en los cristales. «Había tenido
sentido en nuestro país y en otros parecidos hablar de una sola sociedad […].
La sociedad era, antes que nada, una verdad tácitamente experimentada por todos
los agentes sociales». El diagnóstico obtiene «su certificación epistemológica
en el hecho de que los propios sociólogos (al menos algunos) están empezando a
considerar lo que antes era su objeto científico, la sociedad, como un
peligroso mito que habría que abandonar en favor de estos nuevos enjambres de
individuos reunidos sólo ocasionalmente para finalidades que caducan a corto
plazo».
El paisajista es José Luis
Pardo. Su última obra no es la de un filósofo, alguien que piensa e invita a
pensar; se trata más bien del libro de un profeta del apocalipsis, que piensa
con miedo y apela al miedo, en perfecta sintonía con el discurso que se ha
enseñoreado de los periódicos. Queriendo escribir una sombría admonición
política, le ha salido un luminoso ensayo sobre el malestar de los políticos, intelectuales,
artistas, escritores y periodistas que se sienten repentinamente contestados y
abandonados por su público. Ese subtexto explica los aplausos que la obra ha
merecido entre sus iguales, vinculados o no al grupo PRISA, porque todos
compartieron la superstición de El País
como monopolio de la encarnación y la invocación de la sociedad uniforme y
conforme, todos viven ahora desconcertados y todos han encontrado muy bien
vestidos, con las galas prestadas por la filosofía, los argumentos de su actual
estado de ánimo. Han caído tan rendidos ante la elocuencia de la obra que incluso
hubo quien, sintiéndose incapaz de hacer la reseña, se limitó a reproducir, literalmente,
entrecomillados o no, párrafos enteros. Las citas estaban tomadas del epílogo
del libro, que propone una relectura crítica de un fragmento de la conferencia
«Vieja y nueva política» de Ortega y Gasset, que era traída al presente gracias
a una mañosa operación de sustitución: cambiar 1875 por 1978, Restauración por Transición
y ver al barbudo Pablo Iglesias transfigurado en un pinta con coleta.
Sí, los paisajistas leen,
además de El País, a Ortega. Sería interesantísimo
saber cuál es su lectura, tan aficionados como son a los paralelismos que les brinda
la historia, de un artículo del filósofo publicado exactamente el 2 de julio de
1915. Sólo habían transcurrido seis meses desde la salida del primer número de
la revista España, fundada aprovechando
la expectación que había despertado el joven catedrático de Metafísica con su
conferencia en el Teatro de la Comedia, y, sin embargo, comenzaban ya a
desinflarse las esperanzas depositadas en el semanario, mucho más que una
empresa periodística. Era, además, algo así como un «test social». El público
que procuraba la revista era el mismo que debía sustentar un proyecto de cambio que la
España oficial era incapaz de acometer. Frustrado el proyecto inicial de hacer
una «revista popular», se dirigió a unas clases intelectuales que se revelaron
también insuficientes para asegurar la viabilidad de la cabecera. El fracaso de
España comprometía la alianza, en la
que Ortega depositaba en aquellas fechas sus esperanzas, entre unas minorías
ilustradas y la fuerza del movimiento obrero socialista, la convergencia del
liberalismo radical y el socialismo reformista. Es precisamente en este
momento, al advertir los primeros indicios de que sus cálculos políticos yerran,
cuando Ortega publica el artículo citado. Pudo escribirlo bajo el retrato de
Larra que había colocado en su despacho en la sede de la revista España en la calle del Prado; lo hizo sin
duda bajo la influencia de las lecturas que estaba haciendo entonces para un ensayo
sobre Fígaro que nunca llegó a
publicar. Aquel artículo se tituló: «¿No hay opinión pública?».
El
País se ha presentado
como continuador del «modelo de la empresa cultural orteguiana», es decir, mucho
más que una empresa: un proyecto de libertad y modernización para el país,
europeísta y socialista para más señas (¿Acaso no había sido Ortega y Gasset quien
había pronunciado el designio en 1909: «El partido socialista tiene que ser el
partido europeizador de España»?). Polanco
vendría a ser un nuevo Urgoiti (¿No respondía a una continuidad lógica que Mercedes
Cabrera, después de escribir la biografía de Urgoiti, se ocupase de la del contemporáneo
y enérgico «capitán de empresas»?). En efecto, un nuevo Urgoiti, pero exitoso, capaz
de conjurar el viejo maleficio que pesó siempre sobre las empresas
periodísticas orteguianas, la falta de público. Los filósofos, periodistas y demás
paisajistas quedaron eximidos de ponerse en plan doliente y larriano, hasta
ahora. Estupefactos, acaban de descubrir que ya no hay público u opinión
pública, que por no haber, no hay ni sociedad. El golpe ha sido brutal, porque,
a diferencia de Larra y Ortega, ellos sí vieron quién era y dónde se encontraba
el público, la opinión pública y la sociedad. Andan sonados, pero no tanto como
para cometer el error de colocar, entre todas las trampas que van tendiendo por
ahí, la de este ritornelo. Temen que su propio cepo les muerda el pie:
cualquiera les podría replicar que el periódico es una de las extensiones
orgánicas de la fantasmagoría que sólo sabe defenderse infundiendo miedo, contra
la que arremetió Ortega en «Vieja y nueva política» y Larra hasta la
desesperación.
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