Desde el púlpito el sacerdote clama contra la hipocresía del presunto apóstata: «Del
mismo modo que en el siglo pasado él hubiera ido por la calle con El País bajo el brazo para significarse,
ahora se significaba diciendo que no leía El
País… en papel». Y tiene razón: ¡Qué es eso de leer el periódico de
extranjis!
El asunto parece chusco,
pero no lo es tanto. El País siempre
se ha publicitado como el complemento ideal: no hay nada que vista más que un ejemplar
incrustado en el sobaco, decían. Fue una moda y una pose, como antes hubo otras. «Triunfo
–recordó Manuel Vázquez Montalbán– significaba una seña de identidad y de
significación que me recordaba una película que había visto en mi infancia,
creo que protagonizada por Frederic March y Claudette Colbert, en la que los
cristianos, cuando se encuentran en Roma, se reconocen haciendo crucecitas en
la arena o dibujando un pececito».
La misma generación que
dibujó con Triunfo en la arena del
tardofranquismo su ichthus sagrado
pasó a hacerlo en la transición con El
País, como la cosa más natural del mundo. Por lo menos nadie gruñó por la
conversión masiva. En 1986, Umbral explicaba así el fenómeno: «El País es tanto el diario de la España
pensante como una superstición intelectual, heredera aún de lo que fue, con el
franquismo, “el sobaco ilustrado”, cuando había que llevar bajo el brazo un
Marcuse o un Le Monde. […]
Supersticiones (modas, esnobismos) que acompañan siempre a un fenómeno,
cultural, por muy auténtico que éste sea. […] El País, desde la primera página, queda progresista sin decirlo,
sin gritarlo. El comprador recibe un flash de racionalidad, de capacidad de
ordenar el mundo en una página, que le depara tranquilidad, que le aquieta, sin
duda, muchos conflictos interiores. Todo va mal, a veces, pero hay en España un
periódico (un equipo, un sector social: todos los otros compradores) con quien
identificarse. Hay un continente de racionalidad al que debemos llegar desde
nuestro caos íntimo. Son las supersticiones de la inteligencia, o la
inteligencia como superstición».
Aquello pasó y ahora lanzan
sus imprecaciones contra los que han dejado de hacer propaganda por el hecho,
contra quienes abjuran del orden que propone una página porque ya no les
dispensa el aquietado confort de antes. Disparatan contra los que abandonan la religión
y su utilería de supersticiones y modas. Y se acuerdan del sobaco, que fue
suyo, como el reino, el poder y la gloria. Por si faltasen indicios, su
nostalgia es la prueba más palmaria de que las devociones de la axila digital y
de su época ya son otras.
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