martes, 21 de marzo de 2017

Yo sí leo «El País» (II)



Triunfo en su época


Desde el púlpito el sacerdote clama contra la hipocresía del presunto apóstata: «Del mismo modo que en el siglo pasado él hubiera ido por la calle con El País bajo el brazo para significarse, ahora se significaba diciendo que no leía El País… en papel». Y tiene razón: ¡Qué es eso de leer el periódico de extranjis!

El asunto parece chusco, pero no lo es tanto. El País siempre se ha publicitado como el complemento ideal: no hay nada que vista más que un ejemplar incrustado en el sobaco, decían. Fue una moda y una pose, como antes hubo otras. «Triunfo –recordó Manuel Vázquez Montalbán– significaba una seña de identidad y de significación que me recordaba una película que había visto en mi infancia, creo que protagonizada por Frederic March y Claudette Colbert, en la que los cristianos, cuando se encuentran en Roma, se reconocen haciendo crucecitas en la arena o dibujando un pececito».

La misma generación que dibujó con Triunfo en la arena del tardofranquismo su ichthus sagrado pasó a hacerlo en la transición con El País, como la cosa más natural del mundo. Por lo menos nadie gruñó por la conversión masiva. En 1986, Umbral explicaba así el fenómeno: «El País es tanto el diario de la España pensante como una superstición intelectual, heredera aún de lo que fue, con el franquismo, “el sobaco ilustrado”, cuando había que llevar bajo el brazo un Marcuse o un Le Monde. […] Supersticiones (modas, esnobismos) que acompañan siempre a un fenómeno, cultural, por muy auténtico que éste sea. […] El País, desde la primera página, queda progresista sin decirlo, sin gritarlo. El comprador recibe un flash de racionalidad, de capacidad de ordenar el mundo en una página, que le depara tranquilidad, que le aquieta, sin duda, muchos conflictos interiores. Todo va mal, a veces, pero hay en España un periódico (un equipo, un sector social: todos los otros compradores) con quien identificarse. Hay un continente de racionalidad al que debemos llegar desde nuestro caos íntimo. Son las supersticiones de la inteligencia, o la inteligencia como superstición».

Aquello pasó y ahora lanzan sus imprecaciones contra los que han dejado de hacer propaganda por el hecho, contra quienes abjuran del orden que propone una página porque ya no les dispensa el aquietado confort de antes. Disparatan contra los que abandonan la religión y su utilería de supersticiones y modas. Y se acuerdan del sobaco, que fue suyo, como el reino, el poder y la gloria. Por si faltasen indicios, su nostalgia es la prueba más palmaria de que las devociones de la axila digital y de su época ya son otras. 

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