La confesión se titula «Yo sí leo El País». Es cierto que contiene
algunos enunciados groseros, por ejemplo, cuando afirma que el periódico piensa
«para que otros rebatan su pensamiento» (desde siempre, también antes de que se
inventase el retuit, el periódico piensa para que otros reboten su pensamiento)
o cuando niega que todo sea un editorial (en un diario, por mucho que lo
disimule, todo, absolutamente todo, «hasta las farmacias de guardia, los
resultados del fútbol, las cartas al director o los crucigramas», es un
editorial). Habrá quien, además, encuentre insufrible ese sentimentalismo meloso
de elegía a los papeles periódicos o de oda a la profesión que los fabrica,
géneros ñoños donde los haya y en los que, por otra parte, el autor ha logrado
piezas muchísimo más brillantes. Se dirá que tampoco es original su panegírico
del buen nombre de la cabecera, puesto que el firmante está en la tarea por lo
menos desde que publicó Una memoria de «El
País», un libro escrito hace algo más de veinte años y ya a la defensiva. Todos
los reparos que se le puedan poner, ¡minucias! No deben distraer la atención
del interés superlativo del texto, que reside en la agresividad inédita con que
ahora se reviste la vieja milonga nostálgica.
Ese tipo (o «paradigma de
persona», según lo designa el costumbrismo del siglo XXI) que dice no leer El País y que lo que quiere decir es que
no apoquina su precio en el quiosco, ese «lector clandestino» que se dejaría
matar antes que reconocer que lee El País
y, sin embargo, se lo sabe de memoria, es reprendido y vapuleado con
violencia. A él, que alardea de
su discrepancia con la línea editorial del periódico, se le recuerda que puede y
debe ir a misa sin avergonzarse ni esconderse, porque no hace falta comulgar. Es
difícil que el argumento vaya a convencer a los feligreses, porque la práctica religiosa es otra, en realidad, siempre ha sido otra. Ya lo dijo Donoso Cortés:
«Cada uno lee el periódico de sus opiniones; es decir, cada español se
entretiene en hablar consigo mismo. La discusión perpetua es un perpetuo
diálogo, y el periodismo, consagrado a mantener perpetuamente vivo ese diálogo
en la sociedad, da precisamente por resultado un monólogo perpetuo. ¿Queréis
saber lo que es un periódico? Pues un periódico es la voz de un partido que
está siempre diciendo a sí mismo: Santo, santo, santo».
El curilla lo sabe bien y, como
ya no puede apelar a la fe mayoritaria reflejada en el EGM, a la desesperada, pone
el link al «espectro de centro izquierda» que es donde el CIS sitúa a la parroquia. Pero las investigaciones sociológicas
no dicen nada sobre lo que queda una vez corroída la fe en la imparcialidad del
periódico: el desconcierto sacerdotal (y su furioso enfado) al constatar que
los viejos fieles ya no comparten «el confort del orden que otros han elegido»
para ellos.
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