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jueves, 29 de junio de 2017

Un gesto provocador



Giovanni Mongiano


La noticia es vieja, pero fantástica: el pasado mes de abril el actor Giovanni Mongiano se negó a cancelar la función prevista en el Teatro del Popolo en Gallarate, un pueblo del norte de Italia, a pesar de que no se había vendido ni una sola entrada. Decidió interpretar su monólogo íntegro, sin saltarse ni una línea, exactamente igual que si el patio de butacas hubiese estado abarrotado por el público. Sin embargo, los únicos espectadores fueron el técnico de iluminación y su asistente. La cajera no cuenta, porque al poco de comenzar el espectáculo sonó su móvil, salió de la sala y no regresó. Mongiano declaró: «Fue un impulso irresistible, tenía que hacerlo. Fue un acto de amor hacia el teatro, pero también un gesto de rebelión, provocador y simbólico». Sobre todo, fue un gesto larriano.

«El escritor de costumbres –escribió Mariano José de Larra– no escribe exclusivamente para esta o aquella clase de la sociedad, y si le puede suceder el trabajo de no ser de ninguna de ellas leído, debe de figurarse al menos, mientras que su modestia o su desgracia no sean suficientes a hacerle dejar la pluma, que escribe imparcialmente para todos».

Los periodistas podrían tomar nota del ejemplo de Mongiano: subirse al escenario y hacer su trabajo sin alharacas. En vez de reñir a quienes han dejado desierto el patio de butacas porque creen que el espectáculo no es para ellos, harían bien poniéndose a escribir, como si tal cosa, para todos y no para la selecta caterva de burócratas, tecnócratas, ejecutivos, políticos, periodistas y anunciantes, según acostumbran. Si, llegado el momento, se ven incapaces de hacer el paripé ante un auditorio vacío y su modestia o su desgracia no les permiten abandonar la pluma, procedan como Fígaro: al advertir que ya no hacía más que gimotear por las esquinas y endilgar al personal una y otra vez el mismo artículo –«Escribir en Madrid es llorar»–, abrió la caja amarilla, agarró el pistolón y se descerrajó un tiro, en la sien, para no fallar. Pero, por favor, ahórrennos los lloriqueos.


miércoles, 29 de marzo de 2017

Yo sí leo «El País» (IV)





Era tan auténtica la confusión entre El País y el país, entre el periódico y la base social que sustentó el nuevo marco político e institucional, que nada ha podido desarbolarla, ni siquiera el último desastre, que más bien confirma la ecuación a través de la nostalgia en la perfecta equivalencia que expresaba.

Contemplemos el paisaje. La crisis ha dejado «las urbanizaciones sin compradores, los aeropuertos sin aviones, los trenes sin viajeros, los periódicos sin lectores, las ciudades de la luz, de la imagen, de las artes o de la cultura sin luz, imagen, artes ni cultura, las autovías sin automóviles, las viviendas sin habitantes, los hospitales sin médicos, las universidades sin estudiantes y tantos y tantos etcéteras».  Ese «sórdido decorado» ha quedado habitado sólo por «políticos, intelectuales, artistas, escritores y periodistas cuyo prestigio nadie había discutido hasta ese día» envejecidos súbitamente «como les sucedía a quienes abandonaban la mítica Shangri-La en Horizontes perdidos, de Frank Capra», como le ha sucedido a la misma Constitución, «fané y descangayada, necesitada de mil y una reformas que, sin embargo, nadie podía darle por falta de consenso». Mientras, la sociedad se ha evaporado dejando si acaso unas gotitas de la condensación en los cristales. «Había tenido sentido en nuestro país y en otros parecidos hablar de una sola sociedad […]. La sociedad era, antes que nada, una verdad tácitamente experimentada por todos los agentes sociales». El diagnóstico obtiene «su certificación epistemológica en el hecho de que los propios sociólogos (al menos algunos) están empezando a considerar lo que antes era su objeto científico, la sociedad, como un peligroso mito que habría que abandonar en favor de estos nuevos enjambres de individuos reunidos sólo ocasionalmente para finalidades que caducan a corto plazo».

El paisajista es José Luis Pardo. Su última obra no es la de un filósofo, alguien que piensa e invita a pensar; se trata más bien del libro de un profeta del apocalipsis, que piensa con miedo y apela al miedo, en perfecta sintonía con el discurso que se ha enseñoreado de los periódicos. Queriendo escribir una sombría admonición política, le ha salido un luminoso ensayo sobre el malestar de los políticos, intelectuales, artistas, escritores y periodistas que se sienten repentinamente contestados y abandonados por su público. Ese subtexto explica los aplausos que la obra ha merecido entre sus iguales, vinculados o no al grupo PRISA, porque todos compartieron la superstición de El País como monopolio de la encarnación y la invocación de la sociedad uniforme y conforme, todos viven ahora desconcertados y todos han encontrado muy bien vestidos, con las galas prestadas por la filosofía, los argumentos de su actual estado de ánimo. Han caído tan rendidos ante la elocuencia de la obra que incluso hubo quien, sintiéndose incapaz de hacer la reseña, se limitó a reproducir, literalmente, entrecomillados o no, párrafos enteros. Las citas estaban tomadas del epílogo del libro, que propone una relectura crítica de un fragmento de la conferencia «Vieja y nueva política» de Ortega y Gasset, que era traída al presente gracias a una mañosa operación de sustitución: cambiar 1875 por 1978, Restauración por Transición y ver al barbudo Pablo Iglesias transfigurado en un pinta con coleta.

Sí, los paisajistas leen, además de El País, a Ortega. Sería interesantísimo saber cuál es su lectura, tan aficionados como son a los paralelismos que les brinda la historia, de un artículo del filósofo publicado exactamente el 2 de julio de 1915. Sólo habían transcurrido seis meses desde la salida del primer número de la revista España, fundada aprovechando la expectación que había despertado el joven catedrático de Metafísica con su conferencia en el Teatro de la Comedia, y, sin embargo, comenzaban ya a desinflarse las esperanzas depositadas en el semanario, mucho más que una empresa periodística. Era, además, algo así como un «test social». El público que procuraba la revista era el mismo que debía sustentar un proyecto de cambio que la España oficial era incapaz de acometer. Frustrado el proyecto inicial de hacer una «revista popular», se dirigió a unas clases intelectuales que se revelaron también insuficientes para asegurar la viabilidad de la cabecera. El fracaso de España comprometía la alianza, en la que Ortega depositaba en aquellas fechas sus esperanzas, entre unas minorías ilustradas y la fuerza del movimiento obrero socialista, la convergencia del liberalismo radical y el socialismo reformista. Es precisamente en este momento, al advertir los primeros indicios de que sus cálculos políticos yerran, cuando Ortega publica el artículo citado. Pudo escribirlo bajo el retrato de Larra que había colocado en su despacho en la sede de la revista España en la calle del Prado; lo hizo sin duda bajo la influencia de las lecturas que estaba haciendo entonces para un ensayo sobre Fígaro que nunca llegó a publicar. Aquel artículo se tituló: «¿No hay opinión pública?».

El País se ha presentado como continuador del «modelo de la empresa cultural orteguiana», es decir, mucho más que una empresa: un proyecto de libertad y modernización para el país, europeísta y socialista para más señas (¿Acaso no había sido Ortega y Gasset quien había pronunciado el designio en 1909: «El partido socialista tiene que ser el partido europeizador de España»?).  Polanco vendría a ser un nuevo Urgoiti (¿No respondía a una continuidad lógica que Mercedes Cabrera, después de escribir la biografía de Urgoiti, se ocupase de la del contemporáneo y enérgico «capitán de empresas»?). En efecto, un nuevo Urgoiti, pero exitoso, capaz de conjurar el viejo maleficio que pesó siempre sobre las empresas periodísticas orteguianas, la falta de público. Los filósofos, periodistas y demás paisajistas quedaron eximidos de ponerse en plan doliente y larriano, hasta ahora. Estupefactos, acaban de descubrir que ya no hay público u opinión pública, que por no haber, no hay ni sociedad. El golpe ha sido brutal, porque, a diferencia de Larra y Ortega, ellos sí vieron quién era y dónde se encontraba el público, la opinión pública y la sociedad. Andan sonados, pero no tanto como para cometer el error de colocar, entre todas las trampas que van tendiendo por ahí, la de este ritornelo. Temen que su propio cepo les muerda el pie: cualquiera les podría replicar que el periódico es una de las extensiones orgánicas de la fantasmagoría que sólo sabe defenderse infundiendo miedo, contra la que arremetió Ortega en «Vieja y nueva política» y Larra hasta la desesperación.

miércoles, 22 de marzo de 2017

Yo sí leo «El País» (III)



Primera página. Juan Luis Cebrián.


Los apóstatas de hoy son los lectores de ayer. ¡Público, público, tenían público!, exclamaría en un rapto de entusiasmo Larra. Después, más sereno, se preguntaría intrigado: ¿Y quién era ese público? En mayo de 1976 la respuesta era una incógnita y despejarla permitía no sólo adivinar el éxito o el fracaso de una empresa periodística, sino también el del mismo proceso de transición a la democracia. Cundió esa idea y así la expresaba Triunfo después de leer el editorial del primer número de El País, «crítico para la incoherente “reforma” del Gobierno» y «sin ambigüedades»: «Aunque es difícil prever las posibilidades de expansión de un órgano de expresión, puede presumirse que El País será comprado por el núcleo de lectores preocupados política y culturalmente, demócratas… ¿Qué entidad cuantitativa tiene este núcleo de lectores? El País va a ser, sin duda, un test. La apuesta de El País más que una apuesta para El País, es una prueba para nuestra sociedad».

Es decir, la pregunta sobre el público estaba planteada desde el inicio en perfectos términos larrianos. La tenía sobre la mesa, candente, el director de El País; incendiada, el mismísimo Fígaro redivivo; porque recordemos que Juan Luis Cebrián llevaba, ya desde las catacumbas de Informaciones donde firmaba una columna bajo el título «En este país», tratando «oníricamente de emular la influencia social de Larra». Él es, pues, la autoridad más competente para desentrañar el misterio de los lectores que procuraba El País y lo hace en sus memorias en el pasaje en que recuerda su primera comida con Felipe González, un poco antes a la salida del periódico. González acudió acompañado de Alfonso Guerra y él, por Polanco. El cuarteto se reunió en La Panocha, «un restaurante popular especializado en arroces. Buscábamos para ese tipo de encuentros lugares no muy caros pero que ofrecieran calidad gastronómica, establecimientos frecuentados por la clase media urbana, cuya clientela fuera más o menos coherente con el tipo de lector al que pensábamos dirigirnos».

La clientela de El País fue la clase media urbana que podía comer en La Panocha y hubo quien le puso literatura a la fría descripción sociológica. Según Manuel Vicent, los primeros lectores fueron «los jóvenes [que] usaban pantalones de campana, jersey de cuello alto, patillas hasta media mejilla y zapatos con alza bajo las canciones de Los Brincos», «jóvenes rebeldes [que] llevaban El País hasta los lugares de la batalla. El periódico era arrollado junto con sus lectores cuando los caballos de la policía irrumpían en las cafeterías de Moncloa persiguiendo a los manifestantes. En medio de una gran profusión de vidrios derribaban el gran tostador de los pollos al ast, los vasos, los taburetes y los editoriales de Javier Pradera». Aquellos contestarios que tenían por himno de guerra «Con un sorbito de champán» resultaron ser los primeros en engrosar la legión de lectores que terminó conquistando el periódico: «Su público se fue ampliando: por la parte de abajo llegaba hasta Alaska y los Pegamoides, que cantaban “Terror en el supermercado”, por la parte de arriba comenzó a penetrar con cierta arrogancia en los despachos enmaderados de los más altos banqueros. Lo leían los amantes de los Rolling Stones, los políticos en las sedes de los partidos, los sindicalistas en las oficinas, los diseñadores, interioristas, los artistas iniciáticos de la movida, los diplomáticos y los primeros punkis reciclados. Ya hacía tiempo que todos los padres de la patria se miraban cada mañana en este espejo para saber quién era el más guapo. […] El País no era ni siquiera hojeado por los porteros y eso también llenaba de orgullo al sociólogo del tercero izquierda, que empezó a torcer el gesto cuando, años después, descubrió que el conserje en su garita del vestíbulo estaba leyendo el artículo de opinión de Juan Marichal y que también entendía los dibujos de Máximo. Ese fue otro salto cualitativo». Hasta el portero, decían; todo dios terminó leyendo El País.

La historia del periódico es la que va de la publicitada metonimia que confundía una cabecera con el país entero al descalabro de una empresa que cuenta sus lectores por goteo. El propio Cebrián lo confesaba a Javier del Pino recientemente: «Los lectores son uno a uno, los que compran el periódico y lo leen, uno a uno. Yo no creo en la masa de los lectores». 

martes, 7 de marzo de 2017

Morgenblätter

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De repente me han entrado unas ganas locas de bailar. Me voy a poner a todo trapo a Johann Strauss hijo. Dejaré aquí algunas notas rápidas, algo así como las instantáneas de los giros, cabriolas y piruetas que me inspira el vals de los morgenblätter. No descarto desacompasados trancos al fin y al cabo no soy una sissi, ni violentos sobresaltos los matutinos tampoco son precisamente un dechado de filarmonía vienesa. Muchas veces bailaré a destiempo, de forma intempestiva, porque me parezco un poco a la vieja aquella que retrató Larra:

«Y es el caso que vivía y leía (al uso del país) tan despacio y con tal sorna, que habiéndose ido atrasando en la lectura, se hallaba el año 29, que fue cuando yo la conocí, en las Gacetas del año 23, y nada más; hube de ir un día a visitarla, y preguntándola qué nuevas tenía, al entrar en su cuarto, no pudo dejarme concluir; antes arrojándose en mis brazos con el mayor alborozo y soltando la Gaceta que en la mano a la sazón tenía:
–¡Ay, señor de mi alma! –me gritaba con voz mal articulada y ahogada en lágrimas y sollozos, hijos de su contento–, ¡ay, señor de mi alma! ¡Bendito sea Dios, que ya vienen los franceses, y que dentro de poco nos han de quitar esa pícara Constitución, que no es más que un desorden y una anarquía!».

En Kaffekantate seguiré leyendo los papeles del año 23 y maldiciendo la llegada de los Cien Mil Hijos de San Luis; aquí me daré a las gacetas del día. Y quien dice del día dice de la semana o del mes, porque la periodicomanía de Lieschen consiste en tener siempre a mano una pila de periódicos atrasados por leer.