La noticia es vieja, pero
fantástica: el pasado mes de abril el actor Giovanni Mongiano se negó a cancelar
la función prevista en el Teatro del Popolo en Gallarate, un pueblo del norte de Italia, a pesar de que no se
había vendido ni una sola entrada. Decidió interpretar su monólogo íntegro, sin
saltarse ni una línea, exactamente igual que si el patio de butacas hubiese
estado abarrotado por el público. Sin embargo, los únicos espectadores fueron
el técnico de iluminación y su asistente. La cajera no cuenta, porque al poco
de comenzar el espectáculo sonó su móvil, salió de la sala y no regresó. Mongiano
declaró: «Fue un impulso irresistible, tenía que hacerlo. Fue un acto de amor
hacia el teatro, pero también un gesto de rebelión, provocador y simbólico». Sobre
todo, fue un gesto larriano.
«El escritor de costumbres
–escribió Mariano José de Larra– no escribe exclusivamente para esta o aquella
clase de la sociedad, y si le puede suceder el trabajo de no ser de ninguna de
ellas leído, debe de figurarse al menos, mientras que su modestia o su
desgracia no sean suficientes a hacerle dejar la pluma, que escribe
imparcialmente para todos».
Los periodistas podrían tomar
nota del ejemplo de Mongiano: subirse al escenario y hacer su trabajo sin
alharacas. En vez de reñir a quienes han dejado desierto el patio de butacas
porque creen que el espectáculo no es para ellos, harían bien poniéndose a
escribir, como si tal cosa, para todos y no para la selecta caterva de burócratas, tecnócratas, ejecutivos, políticos, periodistas y anunciantes, según acostumbran. Si, llegado el momento, se ven incapaces de hacer el
paripé ante un auditorio vacío y su modestia o su desgracia no les permiten abandonar la pluma, procedan como Fígaro: al advertir
que ya no hacía más que gimotear por las esquinas y endilgar al personal una y
otra vez el mismo artículo –«Escribir en Madrid es llorar»–, abrió la caja
amarilla, agarró el pistolón y se descerrajó un tiro, en la sien, para no fallar.
Pero, por favor, ahórrennos los lloriqueos.
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